Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos.
Juan 10:27-30
En una pequeña aldea de Francia, una vieja campesina cuidaba un rebaño de cabras bastante grande. Al caer la noche, después de haberlas conducido al establo, se sentaba en medio del rebaño y las llamaba una tras otra para ordeñarlas. Había dado un nombre a cada una. Así, sucesivamente, los animales se colocaban delante de su dueña y se dejaban ordeñar sin moverse.
Esto es sorprendente, dado el carácter independiente de esos animales. Los demás criadores de esa región aseguraron que éste era el único caso que conocían.
Esta historia hace pensar en el versículo de Jesús citado en el encabezamiento. Se trata de ovejas, pero la imagen es idéntica. Ellas son conocidas por su dueño; cada una por su nombre. Esta es la porción de los que han recibido a Jesús como su Salvador. Para Jesús no somos seres anónimos. Él nos ama a todos y dio su vida por cada uno de nosotros.
Cuando María Magdalena fue a la tumba de Jesús, la halló vacía. No reconoció al Señor que se hallaba cerca, y creyendo que era el hortelano del cementerio, le preguntó dónde estaba el cuerpo del Señor.
Por toda respuesta Jesús la llamó por su nombre: “¡María!”. Entonces ella, feliz, le reconoció, y él le confió un hermoso mensaje para sus hermanos: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17).