«Dios juzgará a los de afuera; pero como dicen las Escrituras: «Quiten al malvado de entre ustedes»
1 Corintios 5: 13 NTV[vc_separator type=’transparent’ position=’center’ color=» thickness=» up=» down=»]
«Pues Dios hizo que Cristo, quien nunca pecó, fuera la ofrenda por nuestro pecado, para que nosotros pudiéramos estar en una relación correcta con Dios por medio de Cristo.»
2 Corintios 5:21 NTV[vc_separator type=’transparent’ position=’center’ color=» thickness=» up=» down=»]
La obra de la salvación efectuada por Jesucristo en la cruz muestra tanto el estado de perdición del hombre como la santidad de Dios, pero también su amor y la perfecta expiación del Señor.
Si nosotros, los seres humanos, no hubiésemos estado absolutamente perdidos, Cristo no habría tenido que morir. Pero teníamos una deuda impagable para con Dios, y nos hallábamos en tal estado pecaminoso, que sólo podíamos aguardar el juicio y la muerte. Por eso el Señor Jesús tuvo que sufrir la muerte, cargado con nuestros pecados.
En la cruz también reconocemos la santidad de Dios, porque no pudo escatimar a su Hijo, sino que él tomó nuestro lugar en la cruz y recibió el juicio que merecían nuestros pecados. Dios es demasiado santo para soportar el mal. Cuando Jesús cargaba con nuestros pecados, el Dios santo se apartó de él y no respondió al grito de angustia de su alma acongojada.
Mas detrás de lo que ocurría en el Gólgota estaba el amor de Dios, quien había entregado a su Hijo a la muerte de cruz, “para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.
Cristo expió nuestros pecados en el madero, de modo que al mirar a cada creyente Dios puede asegurar: “Nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” (Hebreos 8:12).
Finalmente, por la resurrección de su Hijo, Dios atestiguó la perfección de la obra de la expiación